viernes, 31 de agosto de 2012

Del fracaso en lo esencial


algo esencial cristalizó este verano en forma de piedra angular

Aunque no haya escrito durante todo el agosto, y aunque no me haya preocupado el no hacerlo, han seguido llegando a mi cabeza reflexiones para escribir entradas del blog, al mismo ritmo de siempre, es decir: cuando ellas quieren.

Pero esta vez las he dejado correr. No he registrado ninguna. Cada vez que me asaltaban pensaba que si son tan válidas, si tan ciertas eran, ya volverían. Ya volveré a encontrarme con ellas pensaba. Ligereza estival.
Y una concretamente insistió mucho más que las demás. Y de tanto encontrármela empecé a pensar que quizá se trataba de algo muy serio. O de una obsesión. O de ambas cosas.

Como no me la he podido quitar de encima en todo el verano, y puestos a convivir con ella como si fuera un fantasma, pues he intentado ponerla a prueba permanentemente. Cuestionarla en cada ambiente. Lo he probado en mi antigua escuela de arquitectura, en la nueva casa de Casandra en Barcelona, en mi casa de toda la vida en Ibiza, en Benidorm, en Rodalquilar, en la tienda de campaña, en los hostales, en las playas del Cabo de Gata, en el mar de invernaderos de El Ejido, en un pueblo perdido de la Alpujarra, en la Alhambra de Granada, en la mezquita de Córdoba, en las tristemente famosas setas de Sevilla... por supuesto también a mi vuelta en Reykjavík... y el fantasma siempre ahí, impasible.

Ha llegado para quedarse.

Los arquitectos nos preocupamos de conceptos, formas, distribuciones, materiales, acabados, luz... del paso del tiempo... cosas materiales o abstractas, con intenciones concretas o más difusas, pero el nivel al que nuestras creaciones nos afectan, en la faceta más decisiva para nuestra percepción, es un nivel directamente oculto. Una capa invisible. Literalmente subliminal.

No pretendo haber descubierto la pólvora. Sé que los grandes arquitectos ya conocían este secreto a voces. O de lo contrario no serían tan grandes. Pero como casi todos están muertos me pregunto (les pregunto, os pregunto) cuántos de los que construyen hoy en día son conscientes de ello. Intuyo que pocos. Que muchos reconocidos creadores de lugares maravillosos, a efectos de una percepción inmediata y consciente del espacio, desconocen este factor básico. Con lo cual sus creaciones se encuentran a la deriva en un mar azaroso donde no controlan algo tan esencial como lo subliminal.

La subliminalidad en todas las cosas, pero concretamente en la arquitectura, es la conclusión más valiosa y radical que me ha dejado este verano. Tanto que a partir de ahora todo tiene que pasar por ahí.

Por supuesto tenemos relaciones mucho más directas y pragmáticas con la arquitectura. Pero incluso todas ellas tienen componentes subliminales que son las más efectivas, creo haber entendido. Todas las relaciones descriptibles, inmediatas (a corto o largo plazo) y conscientes con el espacio son sólo la estructura que soporta los proyectores responsables del holograma final que supone la percepción, reino dominado por lo subliminal.

Todo lo que creía esencial y además central (solidez estructural, adaptación al entorno, elección de materiales... dirigidos a conseguir el embrujo) resultan ser sólamente los requisitos mínimos indispensables.

De repente los clásicos, con sus brutales simetrías y sus formas geométricas puras, podrían estar mucho más cerca que nosotros de un control intencionado de lo subliminal. Precisamente por no haberse ido formalmente tanto por las ramas. (Y como algún maestro sonreirá leyendo estas líneas yo alzo una copa al cielo para brindar con él).

De repente, quizá (sería triste, verdad?), todo ese grupo de incontenidos tan bien reputados en nuestros días se están dedicando a fondo, admirablemente, pero a cuestiones accesorias, laterales, víctimas de la contemporaneidad, de espaldas a la eternidad y a lo que permanece y es estable y siempre igual. Que aunque a los humanos no nos importe lleva toda la vida estando, está y estará en el mismo sitio. Ajeno a nuestra indiferencia. Pero resulta que venimos de allí. Y no es una cuestión menor el intentar relacionarse con ese lugar.

Y entonces arquitectura ya sólo es para mí, me da igual la forma que tenga, una vez cumplidos sobradamente los requisitos mínimos indispensables, la manera torpe en que los humanos relacionamos nuestras creaciones con ese nivel subliminal de la percepción espacial, en los casos controladamente más acertados.

Hay efectivamente maneras muy bellas de ejercer esta torpeza.

Dirigidos a ellas van mis esfuerzos, a intentar aprender cómo producirlas, a partir de hoy, cuando me dé por luchar con este fantasma.

El éxito más alto lo determina el nivel más bajo que somos capaces de alcanzar, en la escala del fracaso. Como en todas las cosas.

Y qué vivo y alegre, ligero y pesado a la vez me siento, a pesar de todo.

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