lunes, 15 de agosto de 2011

De la magia que cabe en un plano y de cómo se almacena


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Boceto de planta para la Basílica de San Pedro, Donato Bramante, 1503 


La magia que puede llegar a caber en un plano es incalculable.

En el boceto de Bramante, si lo consideramos una planta baja, podemos imaginar que la zona A sea una entrada. Y en ese caso el punto 1 podría ser un humano. Qué grandiosidad en la escala. Y la abundancia de secretos y retranqueos reproducida, también, en sección. Todo junto es sobrecogedor.
Pero "A" también podría ser una ventana baja. Y un humano del tamaño que se muestra en la zona 2. Y que por tanto la entrada fuera una trampilla superior situada sobre "B". Qué relación tan íntima y sensual entre el cuerpo y el espacio. En ese caso "C" sería un lugar que existe, pero que no es accesible. Cámaras construidas con algún tipo de función desconocida.

O la zona D podría ser una pequeño pasillo, curvo, de 40 centímetros de ancho por 500 centímetros de alto. Que para pasar hubiera que hacerlo de lado, y sentir la piedra fría, en el pecho y en la espalda.

Y ¿qué quieren decir los trazos que se intuyen en la zona E? ¿Son acaso una ventana perforada en una supuesta escalera espiral? Y entonces ¿sólo en esa, no en las otras tres? ¿Qué tipo de hermosa fractalidad informal es ésta? Y a dónde llevan esas cuatro escaleras... ¿a cuatro lugares diferentes tal vez? ¿Son ascendentes o descendentes? Cuánta magia imprecisamente codificada...

Esta planta ya puede ser considerada "Arquitectura", por la riqueza de la espacialidad que propone, por lo inspirador de cada detalle, por lo que evocan. Pero para convertirse en "Arquitectura construida", en un edificio tan conmovedor como el dibujo, necesitamos que se produzca un acto de "prestidigitación". Algo que transforme el potencial en magia real. 

Cuando comienza el proceso creativo, el solar está vacío. No hay, tampoco, nada en el papel ni en la pantalla. Sólo los factores se encontraban, de partida, en algún cerebro. Almacenados en forma de dios sabe qué compuestos químicos. De repente, una primera idea de espacio se representa, proyectada en el papel o la pantalla, con las variaciones que impone la realidad.

Y por si esto no hubiera sido bastante milagroso, después viene el proceso de lectura de la proyección.

En esa lectura volvemos a proyectar, ahora en el cerebro, una segunda idea de espacio, nutriéndola con la proyección de la primera. Y estos procedimientos se retroalimentan, y se repiten cientos de veces, mezclándose con otros y entre sí. Produciendo, en los mejores casos, un tornado portentoso.

Sólo había un océano de aire en reposo. Y todo él se convirtió, a partir y a través de una serie de trazos y procesos más o menos racionales, en una enorme espiral ascendente que acabó definiendo un espacio maravilloso. ¿Dónde residia todo ese poderío?

Quizá casi toda la magia esté, todo el rato, almacenada como un potencial. Repartido en cada rincón, en cada cajón, entre la ropa de los armarios de todas las casas. Entre los dedos de pies y manos de cada humano. Entre el pelo y la piel de los animales. En el reverso de cada hoja de papel y de cada árbol. Bajo todas las piedras del mundo. 

O si no que alguien elabore alguna teoría seria 
acerca del lugar donde se guarda toda la magia
que aún no ha sido lanzada al mundo como tal.

Porque es mucha.

domingo, 7 de agosto de 2011

De la seguridad afectando la percepción espacial



desde mi terraza, mirando al este, once y media de la noche



Vivir en la capital de un país, con la puerta de casa abierta, de día y de noche. Recordar en el trabajo que no has cerrado la ventana y que sólo te preocupe la lluvia.

Cómo conseguirlo en  lugares donde actualmente no gozan de ese privilegio es una cuestión inmensa que se me escapa. Por eso me limito a describir (y a disfrutar) la sensación, y el cómo esta tranquilidad modifica la percepción que tengo del espacio que me rodea:

De repente mi habitación acaba unos metros más allá de sus paredes, se mezcla con las otras habitaciones, la cocina y el salón , pero también con la terraza y el jardín del piso de abajo. Mi tejado es uno solo, con todos los demás. Y mi casa no sólo es mi casa. Mi casa es el barrio. En parte porque el barrio entra amablemente hasta mi colchón: toda una violación de los principios que yo tenía, estrangulados, antes de venir a Islandia.

Que la vida y las relaciones sociales parezcan otra cosa. De otra forma.

Como si las fronteras entre dentro y fuera, entre estancias y zonas de paso, entre calle y parque, hubieran sido tímidamente construidas de algodón de azúcar.

Como si viviera, literalmente, en una nube.