jueves, 17 de julio de 2014

Diario de viaje: Mánagata 15 (Día 3)

La sensación que tengo cuando amanezco, y me asalta la idea de explorar la casa de Eðvarð, es de aventura. Salgo de caza, cámara en mano. Pero sobre todo grabo en mi memoria el tipo de paz que me invade desde que abro los ojos. El techo que observo al despertar está pintado de infinitud.

De algún modo, los apenas 50 metros cuadrados del apartamento, se han convertido para mí en un territorio inabarcable. Creo que cuando me haya marchado me habrán faltado muchos detalles por descifrar, muchas criaturas por conocer, y muchas dinámicas por comprender. Que no habré aprendido de Radisa todo lo que hay por aprender.




Entre muchas otras cosas bonitas Eðvarð es pintor. Seguimos charlando sobre el acto creativo en el desayuno. Él comenta que le gusta la perversión en las creaciones, que necesita que haya suciedad. Creo haberle comprendido a la perfección, aunque nunca lo sabremos.

Su casa, efectivamente está cargada de una espontaneidad entre perversa e inocente, siempre natural. Tiene mucho de "casa fenomenológica". La subjetividad, omnipresente, negocia con el aire su presencia.


El criterio y el discurso de Eðvarð, para con muchas cosas que habitualmente damos por sentadas, me sorprende muy positivamente por su inmediatez con la esencia de las cosas mismas. Se detiene a menudo en aspectos que a un desalmado podrían parecerle insignificantes, con una mirada asombrosa y asombrada, perpleja pero al mismo tiempo tan natural e inmediata que dolería si no fuera porque la belleza descomunal que destapan sus observaciones acaricia el alma.

Intento adaptarme al ritmo abstracto de la vida en Mánagata 15. A dormir sin puertas. Lo que más importa en cada momento es lo importante, algo que habría de ser evidente, pero que a menudo pasamos por alto en el ritmo loco que atropella nuestros días, donde no tenemos tiempo para la deriva.

Tengo la sensación de que Eðvarð flanea frecuentemente en su propia casa. 
Una conversación comienza en el salón tratando sobre las colas de las langostas, continúa saliendo descalzos al jardín mientras llueve para admirar alguna flor efímera, prosigue en la cocina hablando sobre el desayuno Kollath y la belleza conmovedora de empezar a preparar por la noche lo que vas a comer a la mañana siguiente, y acaba en el lavadero del sótano considerando la personalidad de su lavadora. 
Todo esto sucede de un modo que resulta inevitable, inaplazable, ordinario pero al mismo tiempo extraordinario, psicodélico en el sentido estricto del término. No hay lugar para la prisa, el mundo espera. Y si no lo hace, no importa. Si no da tiempo a comprar el pan cenamos sin pan. Lo primero, todo el tiempo, es lo importante.

Sólo el trabajo, el dormir, y alguna que otra obligación interrumpen un diálogo que siento como si hubiera sido el mismo desde que llegué. Como si trabajar y dormir fueran apéndices extraños de la vida práctica, que se intercalaran entre nuestro diálogo común, o en los resquicios que dejan los monólogos interiores que arrastramos, cada uno por su cuenta, en paralelo.


Comentamos qué le ha parecido el arranque de "Moksha". En los capítulos iniciales Huxley habla sobre la velocidad, en tanto que droga, refiriéndose al estado de embriaguez que produce si se dan ciertas condiciones.
Nos fascinamos con la capacidad de análisis de Aldous, nunca hubiéramos considerado la velocidad del modo en que él la describe. Pero su tesis es realmente convincente.

Cuando Eðvard se marcha al trabajo me dice que puedo coger su bicicleta para moverme por Reykjavík, que al trabajo él suele andar. Pero antes de salir por la puerta me regala una reflexión sobre la forma en que nos desplazamos por las ciudades. Dice que detesta el autobús urbano, que comporta "una velocidad que no es velocidad ni es nada. Es basura. Si al menos fuera velocidad..." Y esto se me clava. Su tesis me convence tanto como la de Huxley.

Y en este estado del alma y de las cosas me lavo los dientes, me pongo los zapatos, y marcho a trabajar yo también, en bicicleta, que tampoco es velocidad, pero al menos no es basura.

Densidad en la conversación. Luminosos pensamientos. Sentimientos suaves o ásperos.
Pero densa luz, intensidad y certeza.
Que un espacio lo promueva constantemente, y lo soporte,
de forma ciertamente infalible,
eso también es una forma de arquitectura.




martes, 15 de julio de 2014

Diario de viaje: Mánagata 15 (Día 2)

Ayer por la noche nos sentamos a cenar pasadas las ocho de la tarde. Bebimos la botella de vino que traje. Para no interrumpir la enésima siesta del día de Radisa, como ocupaba la silla en la que yo pensaba sentarme, Eðvarð fue a la habitación a buscar otra.

Estuvimos hablando sobre la magia de los lugares, y el embrujo imprescindible que han de tener las creaciones humanas para que funcionen en términos artísticos o de belleza. Me sugirió incorporar el duende en la nube de conceptos de los que me gusta rodearme para intentar darle sentido a los misterios de la percepción.

Hablamos también de la anatomía del miedo, la geometría del dolor, las teorías del olvido y la rehabilitación en los corazones de los seres humanos.

Tomamos varias tazas de café en la sobremesa, y se hizo tarde.


Se hizo tan tarde que me despierto y apenas tengo tiempo para desayunar como mandan los dioses. Pero antes de salir de casa hago una visita rápida a varios rincones. Descubro que me queda mucho por descubrir entre estas paredes. Me doy cuenta de que desde que llegué a Mánagata 15 me paso el día conmovido, por el lugar, por las conversaciones con Eðvarð, por la belleza de los rasgos del silencio, por cualquiera de los infinitos detalles que habitan las diferentes dimensiones, por una mezcla de todo esto y otras cosas, o por algo que todavía no entiendo. Pero así es.

Hoy presumiblemente no vendré a dormir. Casi me da pena pensarlo...
¿Cómo puede ser, este vínculo, en dos días?

Fotografío algunos de esos detalles. Todo tiene una luz inexplicable, casi todas las cosas se pelean por llamar mi atención, y tengo que salir, pero me quedo con ganas infinitas de mirar y ver más.




Cierto es que la belleza, parcialmente, está en la mirada del que observa.
Pero que un espacio incendie las ganas de mirar, y de ver,
eso es una forma de arquitectura.



domingo, 13 de julio de 2014

Diario de viaje: Mánagata 15 (Día 1)

Las primeras horas en Islandia tengo que hacer malabares sentimentales. Esta isla maravillosa ha significado tantos paraísos en la historia de mi vida, pero hay tanta fragilidad por todas partes, que no puedo ni quiero evitar las lágrimas, cada vez que entro o salgo de ella. Lágrimas transversales por lo que no tuve, o no tengo, o no tendré; por lo que tuve, o tengo o tendré.

Antes de llegar a mi destino, Mánagata, paso insospechadamente 48 horas mágicas enredado con P, sin salir de su estudio. De allí me dirijo finalmente, flotando bajo la lluvia, hacia casa de Eðvarð. Y entonces comienza un viaje dentro de otro viaje, un sueño dentro de otro, sin salir de las paredes de una casa: 

Mánagata 15: Radisa durmiendo, Campo Viejo Gran Reserva, Moksha y otros catalizadores de belleza
He llegado al número 15 de Mánagata, donde vive el ser precioso y emocionante que es Eðvarð. El inmueble es muy característico de los barrios residenciales de Reykjavík. No especialmente bello por fuera, sencillo y correcto, pero ya conozco el tipo de espacialidad que promueven, y suelen ser interiores cálidos y acogedores, que van mucho más a favor de la vida que en contra. Objetivo mínimo imprescindible conseguido sobradamente.

Es también muy característica, y realmente agradable desde dentro, la ventana haciendo esquina, y las repisas donde los islandeses vuelcan muestras representativas de su imaginario, de un modo muy desenfadado. Al pasear por las calles, vistas desde fuera, las casas como escaparates compiten amablemente por sugerir pequeños mundos interiores, y lo consiguen. La iluminación artificial siempre es cálida y delicada.

A través de la ventana del primer piso veo un móvil de alambres colgado del techo, algo así como un pez con alas, y que sin duda es de Eðvarð, esa es su casa. Él asoma la cabeza tras el cristal, supongo que ha oído mis pasos, y me regala una bienvenida perfecta con su sonrisa.

Subo ocho escalones, y me recibe descalzo. Huele a lavanda. Entramos en el salón y Radisa, que está tumbada sobre la mesa, me mira pero no se inmuta. Me gusta la gente que no hace cumplidos.

Por dentro es la típica casa de alguien único e irrepetible, es decir, una casa única, irrepetible, y atípica. Pero ese carácter tan propio se revela poco a poco, sutilmente, en detalles muchas veces casi imperceptibles, que intuyo iré descubriendo por cada rincón, en las próximas semanas.

La implacable naturalidad de Eðvarð inunda el aire, con cada cosa que hace o deja de hacer. Eso consigue hacerme sentir como un habitante más, desde el momento en que cruzo el umbral de entrada.

Me pregunta si me importa que no haya televisión. Le contesto que si acaso, lo que podría haberme importado, es que hubiera habido. Las televisiones, incluso apagadas, generan un influjo, una fuerza de atracción, que minimiza o directamente aplaca muchas de las mejores cualidades humanas. Y lo peor es que lo consigue de forma inconsciente.

La imagen general del salón, la copa de un árbol tras el cristal (esos ocho escalones del acceso lo han logrado), la repisa ahora vista desde dentro soportando toda una serie de dispositivos catalizadores automáticos de belleza (por ejemplo hay un cucharón iraní tallado en madera que acuna un huevo de porcelana roto), y más madera por todas partes (carpintería, pavimento, mobiliario...), Radisa dormida sobre la mesa, un libro que espera ser destapado como una caja de Pandora y el vino paciente.

Efectivamente he ido a parar a un humilde templo agnósticamente balsámico.



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sábado, 12 de julio de 2014

Diario de viaje: Mánagata 15 (Día 0)




Con medio corazón averiado, y la otra mitad en proceso de metamorfosis, vuelo y vuelvo a Reykjavík como visitante, no ya como habitante. Voy a estar un mes, trabajando en parte, pero sobre todo utilizando y calibrando unos ojos nuevos que me acaba de regalar la vida, para vivir y observar la ciudad que fue mi casa durante los últimos cuatro años.

Algo que tal vez había de ser un tema periférico (el lugar donde voy a estar hospedado) esta vez se ha convertido en argumento central de la trama, por la creciente ilusión que me hizo la oferta de un amigo para quedarme todo el mes en su casa, a cambio tan sólo del potencial de una bella convivencia que los dos intuimos.

Eduardo (Eðvarð más bien) es español, pero lleva 30 años viviendo en Islandia, y varios siglos distanciándose de España. Lo conocí en uno de aquellos lugares y momentos más allá del espacio y del tiempo.

La invitación a hospedarme en su casa surgió tan espontánea e inmediata como mi certeza de que se trataba de una gran idea, un gesto genial, una simbiosis emocionante.

Ni mucho menos por cortesía o compromiso le traigo tres regalos: el primero, descaradamente premeditado, es una copia de "Moksha". El segundo, ciertamente improvisado en el aeropuerto, es una botella de vino tinto Campo Viejo Gran Reserva del 2008. El tercero está en proceso: son estas líneas, y el retrato que voy a ir trazando (casi) a diario de mi estancia en la casa donde conviven el propio Eðvarð, Radisa (una gata) y muchas otras criaturas y situaciones extra-ordinarias.

Aunque pudiera no parecerlo, se hablará de arquitectura. Lo prometo.

Bienvenidos. Pasen y vean. Lean y sientan.



lunes, 7 de julio de 2014

De la sincronicidad urbana


prohibido aparcar en la sombra

La ciudad siempre está sincronizada, de algún modo, en alguna capa, con nuestra vida.
O puede estarlo.
Pero sucede que no estamos siempre receptivos. O directamente no creemos en ello.

El tráfico y la mediocridad ambiental atropellan, cada día, la intuición y la sensibilidad de millones de ciudadanos. Parte del precio que pagamos por el progreso es una mirada mucho más gris de la que merecemos, como fugaces seres de luz efímera que somos. Y los sensores capaces de captar los códigos no habituales y la belleza se van apagando con el transcurso de los días urbanos.

De repente algo sucede, te golpea y te deja temblando. Y en mitad del trabajo y de la vida sales a la calle a dar un paseo, obligado a ver las cosas de un modo distinto. Mariposas urbanas se cruzan en tu camino. Sonríes tímidamente. Pero piensas que no puede ser, que la magia no existe, y que los destellos de sincronicidad son ilusiones de una mirada inocente y autocomplaciente.

Pero en realidad no es nada improbable ni místico, es estadístico: en la ciudad hay tantas cosas, tantas calles, tantos nombres y números, tanta gente, tantos lugares, momentos y procesos en marcha... que lo raro es no ser capaces de trazar circuitos de significación, de sentirnos sincronizados, más a menudo. Está en nuestras manos.

Resulta que existen formas de mirar, y actitudes, que parecen invocar esa sincronicidad. Y no se accede a ellas por cuestión de fe: se trata de utilizar la intuición y sensibilidad que dejamos atropellar cada mañana.

coincidencia no significativa
Hay quienes dicen que no es real, porque fusionan causalidad y casualidad, las coincidencias significativas con las que no lo son. Y está bien, puede que lleven razón. Pero mi experiencia personal me indica lo contrario. En mi opinión las coincidencias significativas y las no significativas son cosas distintas. Aunque no sepa explicarlo.

Puedes hacer lo que quieras con lo que aparentan ser coincidencias. Por ejemplo y como mínimo, suponiendo que no fueran nada relevante, inventarte un significado que esté cargado de un sentido profundo. Jugar al juego, darle una oportunidad a lo que llamas "magia", para optar a redefinirla. Abordar científicamente un misterio.

Pero hay que mirar con ojos distintos, con otros órganos, tal vez.

Lo cierto es que cada día, en la ciudad, es día de fiesta: la de la infinita (a efectos prácticos) multiplicidad de combinaciones de posibilidades. Y tenemos derecho a ella.

El universo no es lugar tan serio como parece.


viernes, 28 de marzo de 2014

Rasgo de carácter 02: lo soberbio




La versión penosa de lo soberbio la conocemos bien.
Nuestra geografía está plagada de casos ejemplares.

Pero hay otro significado para este término. La única connotación puramente positiva que contempla la RAE, la cuarta acepción de "soberbio/bia" como adjetivo: grandioso, magnífico. Que cuando podría parecer arrogante, sin embargo, resulta poderosamente justificado por su propia magnitud.

Lo primero es prepotencia, sombra y bajeza.
Lo segundo es potencia, luz y grandeza.

He visto a varios ecologistas pusilánimes llevarse las manos a la cabeza al oír (porque como buenos radicales no escuchan) palabras como las de Josep Pla u Oscar Tusquets. Pero yo también estoy convencido de que la arquitectura puede mejorar la naturaleza, en ciertas ocasiones que hay que saber escoger. Y por muy respetuoso que sea este gesto no deja de ser soberbio. En la precisa combinación de los dos radica una fuerza turbia, intermitente, pero certera.

Esta actuación de Nina Simone contiene varias acciones soberbias.

Mezcla lucidez, sensibilidad, potencia, intensidad, talento y por supuesto su capacidad para embrujar, con la justa cantidad de soberbia para que resulte llamativa, pero no excesiva. Agresiva, pero no amenazante. Profundamente emotiva. Un equilibrio perfecto entre agresión y protección. Entre ataque y defensa.

Porque empieza pidiendo que no la abandonen. "No me dejes…". Sombra.
Pero acaba diciendo "Si me dejas… está bien…". Luz.

Y por ello empieza hablando en condicional. "Si yo fuera libre…". Sombra.
Pero acaba hablando en presente. "Tengo noticias para tí, cariño. Ya sé que lo soy...". Luz.

Actitud soberbia
que en su justa medida expresa una de las mejores cualidades humanas:
la capacidad de superación y mejora,
de transformación (por aceptación) ante lo que pasa,
frente al sometimiento (por negación) a lo que acontece.

A los ángeles se les puede hacer llorar de lástima,
como el "mono colérico" de Shakespeare,

pero aunque la esencia del gesto no deje de ser vidriosa,
también se les puede hacer llorar de belleza.

Lo primero es bajeza, epígonos descarriados,
destrozar y contaminar mediante nubes de sombra.

Lo segundo es grandeza, maestros preclaros,
construir y purificar utilizando rayos de luz.



miércoles, 26 de febrero de 2014

Propuesta sensorial 04

En los espacios con ventanas e iluminación natural suficiente, donde no hace falta luz artificial en las horas de luz solar, hay una franja del día realmente mágica.

Está compuesta del tiempo que cabe entre el momento en que te das cuenta de que hay que encender las luces, y el momento en el que sin ellas sería imposible ver.

Todo lo de enmedio supone una transición predecible, pero enormemente emocionante, entre la luz y la oscuridad. Entre el día y la noche. Un crepúsculo doméstico.

Solemos destrozarlo encendiendo la luz a la mínima molestia. Porque solemos andar ocupados con cosas tan importantes que no podemos atender a estas minucias insignificantes.

Pero el día en que atendemos, cuando los objetos y la propia estancia se observan transformados bajo una luz que resulta extraña, la idea de que algo que sucede cada día nos resulte tan extraño, por sí misma, recupera esas minucias insignificantes del baúl de lo cotidiano, las desempolva, y les concede categoría de cosa importante.

Hasta que uno se da cuenta, de repente, de que no ve tres en un burro. Devuelve las minucias a su sitio. Enciende la luz. Y vuelve a centrarse en las cosas que importan.



Localizar esa franja. Llegar a casa con tiempo. Prepararse un té. Y disfrutarla.