jueves, 29 de marzo de 2012

De qué (y cómo) indicar literalmente en los edificios


guapa y radiante a su edad, en Vitastígur, Reykjavík

Seguro que hay casos actuales, aunque ahora no me venga ninguno a la cabeza (os agradecería si sabéis de alguno y me lo decís). Pero en general ya no se muestra, en la fachada, el año en que se construyeron los edificios.

Puede que ya no tenga sentido. Menos cuanto más efímera sea la arquitectura, algo que en sí mismo no está bien ni mal. Pero alguien podría pensar que estamos indicando, sin quererlo, que en nuestras masificadas ciudades construimos con menos mimo. Y que no nos planteamos el sentido que pueden llegar a tener, pasado el tiempo, algunas cosas que inicialmente podrían parecer gratuitas o incluso ridículas. Ni lo gratuito y ridículo que supone el que las cosas, a la larga, no encuentren un sentido que las apuntale.

Dejadme encadenar una serie de reflexiones para intentar alcanzar una conclusión precisa al respecto.

Primero de todo: me gusta, me hace sonreir que en el año 2012 el edificio de la foto indique en su fachada que fue construido 110 años antes.
Yo paso por delante con un teléfono en el bolsillo que puede ser localizado vía satélite. Pero cuando se construyó el edificio todavía no se había realizado el primer vuelo a motor. Y sin embargo allí están, desde entonces, esas maderas y esas formas que lo indican. Pensadas y elaboradas con un cariño evidente por alguien que ahora mismo ya es polvo de estrellas.
Con estas cosas a veces me parece condensar e intuir puntualmente, de forma absoluta, lo que significa el progreso. La nube de vida y muerte que genera a su paso. Y si mi estado de ánimo es compatible esto consigue, habitualmente, emocionarme de forma fugaz pero certera.

El tiempo es tan básico en arquitectura como la luz. Señalar con sutileza algo que le haga referencia es una apuesta ganadora. Son indicaciones de carácter evocador, incluso poético. No necesarias. Las hay mucho más originales y mucho menos predecibles que el año de construcción. Pero en cualquier caso aportan algo positivo al conjunto.

Antes de éstas están, obviamente, las indicaciones útiles y necesarias:
- Hospitales, farmacias, centros de salud,... que señalan lo que son y/o el nombre, o un símbolo que los representa.
- Las letras que indican la universidad, facultad, escuela... Que además muchas veces tienen capacidad de despertar nostalgia adridulce.
- Los hoteles que se limitan a decir "Hotel". Aunque inmersos en la sociedad de la publicidad y el consumo esto suele degenerar.
- El bar que pone "Bar".
- ...

También están las indicaciones a caballo entre la utilidad y el valor simbólico profundo (esto acostumbra a significar "religioso"): un cementerio, una iglesia, una mezquita.

Y la puerta permanece abierta para imaginar nuevos sentidos: recuerdo un proyecto (que no he conseguido encontrar) para la fachada del Centro Pompidou que con leds o algo similar indicaba, a escala de plaza urbana, el grado de ocupación del edificio. Aunque no tengo en mente una imagen de la propuesta el concepto me parece interesante.

Pero hay que tener cuidado para no perder el criterio, ni el sentido común, ni el don de la sutileza.

Por ejemplo el termómetro de Portal de l`Àngel en Barcelona es de un mal gusto extraordinario. Ofrecer la temperatura con precisión atómica no sería suficiente para justificar todos los recursos invertidos en él. Pero además es tan feo que me cuesta creer que funciona con precisión. Aunque todo puede ser. Le concedo el beneficio de la duda.

Otro caso de muerte por exceso: la señaléctica mal entendida, pervertida, banalizada.
Hay un tamaño, para las letras que indican la plaza de párking o el piso en el que estamos*, que una vez rebasado a mí me hace sentir como si me trataran de tonto. Y ante la sospecha de que no lo soy me produce una sensación de surrealismo ligero que preferiría evitar.
Y en esta línea pero con morro: ¿hace falta que la Sapey nos bombardee con su frivolidad sólo porque la reviste de funcionalidad coloreada?
Por suerte dudo que alguna vez en mi vida vaya a pagar por hospedarme en ese hotel, experiencia sensorial interesante, sin duda. Pero cementerio de valores también.

Así que vuelvo a mis cosas pequeñas y mundanas. Cargadas de sentidos otros. Donde siento que la vida me vale mucho más la pena. Lejos del tufo del espectáculo.

Intentando condensar toda la entrada de hoy en un párrafo: lo único que deberían indicar los edificios de forma permanente, literal y mínima es lo estrictamente útil. O cualquier otra cosa de cualquier otro modo. Pero a condición de que con el tiempo no vaya perdiendo sentido más allá de las modas. O que lo vaya cobrando poco a poco como lo hace, por ejemplo, la fecha de construcción: de forma lenta, pero implacable.






* Quiero precisar que haber referenciado el proyecto de "Somos arquitectos" (Burriel+Lewicki+Tallon) se debe a que es lo primero que sale en google al buscar "señaléctica rellano". Pero sobre todo a que explica perfectamente a lo que me refiero en ese párrafo. Y me reafirmo en que me parece excesivo el tamaño de los números y negativo lo que generan a su alrededor. 
Pero si creo que es justo añadir esta observación es porque mi crítica negativa va dirigida muy concretamente a su señaléctica en los rellanos de Vallecas 5l, en absoluto a su obra en general, la cual me he visto obligado a consultar a grandes rasgos para poder permitirme la crítica puntual. Y me ha parecido mucho más acertada.

martes, 20 de marzo de 2012

Lección inesperada 01: "Melancholia"

Con esta entrada comienzo una nueva sección en el blog: las "Lecciones inesperadas".

Son lecciones de arquitectura (o de parte de ésta) que me cogieron por sorpresa. Encontradas donde parecía que no debía haberlas.

Las separo de las entradas habituales porque son razonamientos que han partido exclusivamente de algo muy concreto: una película, una canción, una persona, una prenda de ropa... y me interesa remarcar esas fuentes que los generaron. Que son muchas. Y están por todo.

Aquí va la primera:


La parte inicial, el argumento, la música, los silencios, los actores, la fotografía... da igual.

Después de ver "Melancholia" (las pasadas navidades) se me quedó un cuerpo muy extraño. Me costó reconocerme de nuevo. Y es difícil de explicar. Pero recuerdo que todo mi estar en el mundo me parecía otra cosa. Nada que ver con la evidente reflexión en torno a la muerte que plantea al argumento.
Es algo más allá. Mucho más irracional. Como si alguien jugara a toquetear mis entrañas, mientras nos miramos a los ojos. Y se generaran sentimientos nuevos, profundísimos, inconexos. De una variedad aleatoria.

Todavía hoy me dura la sensación cuando pienso en la película. O cuando escucho la música. Ése es para mí su mayor logro: el hechizo total de su atmósfera. Por eso me parece una película brutal. Logra cosas con las que muchos edificios soñarían.

Que el arquitecto lo consiga como quiera. Como pueda. Pero su tarea es proponer espacios físicos que promuevan (siendo realista, sólo en ciertos momentos) un embrujo por lo menos igual de efectivo. De una forma controlada, dominada.

Lo demás es construcción. O suerte.




jueves, 15 de marzo de 2012

De a quién pertenecen las ideas


despojado de mérito, liberado de culpa, en Ásbyrgi

Esta entrada, sin ir más lejos. Se ha tejido a sí misma. Yo sólo he puesto las manos, las herramientas. Y algo de trabajo. Pero ella es la que me ha utilizado para componerse. Y una vez lanzada al exterior (de vuelta a sus orígenes) ya no es de nadie.

Hablar de la intuición, de la inspiración, dirigiendo la mirada al vacío inaccesible del espacio que hay detrás del cielo. Porque es la dirección que nos permite mirar más directamente a infinitas dimensiones ocultas, sin cruzarnos con ninguna torpe referencia humana.


Sucede cuando uno ha sentido la inspiración en forma de polvo de estrellas que se posa delicada y silenciosamente, o en forma de cuchillos que le asaltan y se le incrustan sin previo aviso, provenientes de otras dimensiones en ambos casos. Mientras se trabaja, duerme o desayuna (probablemente en las dos últimas uno ha de haber trabajado duro el día anterior).

En la convicción de que las ideas, efectivamente, se incuban.

El determinismo radical ya nos despoja de todo mérito. Y nos libera de toda culpa. Nos desnuda para recibir los latigazos de la pérdida o para sentir la brisa del devenir.

Pero la certeza de que las ideas no nos pertenecen, aunque las representemos, nos regala además el celebrarlas vengan de donde vengan. De uno mismo o del enemigo. Con la misma intensidad.

Mirar al suelo. Sonreír sepultado de humildad.

Sentir clavado en el cerebro
que se equivoca, 
profundamente, 
cualquier humano 
al que se le ocurra insinuar
que sus ideas le pertenecen.


lunes, 12 de marzo de 2012

Del sentido de los micro-rituales agnósticos


autoencargo de ampliación de una mesa

Probablemente sea cierto: la arquitectura va del tirador a la ciudad. Pero trabajar en las escalas más próximas al tamaño del cuerpo humano a mí me fascina de una forma especial. Por eso siempre me han interesado los muebles que los arquitectos se hacen para sí mismos.

(Erwin Broner es un ejemplo emocionante, y normalmente desconocido fuera de Ibiza. Si tenéis la oportunidad de visitar la Casa Broner, reciente y satisfactoriamente rehabilitada, no perdáis la ocasión de abrir los muebles del estudio semienterrado. Son un universo propio formado por cajoncitos y dobles bisagras donde seguro que guardar y sacar cosas le aportaba a Erwin y Gisela pequeñas dosis de felicidad diaria.)

En este caso un autoencargo proyectado y ejecutado el fin de semana pasado me regaló un razonamiento emergido de la práctica pura, de entre los tornillos y el olor a serrín.

El autoencargo era simple:
- ampliar la superficie de la mesa lo mínimo para cumplir una función muy específica (94x22 centímetros).
- que la nueva superficie esté entre 10 y 15 centímetros por debajo del tablero horizontal de la mesa.
- que soporte un máximo de 5 kilos de peso.
- que se pueda sacar y volver a esconder fácilmente, pues habrá que hacerlo casi a diario.
- que la solución, una vez construída, no precise de ningún elemento externo para ser soportada, abierta o cerrada.

Hice una lista de lo que necesitaba y me fui a comprarlo el sábado por la mañana. De vuelta a casa, andando por la calle, mientras abría y cerraba una de las bisagras en mis manos, pensé que era absurdo no haberse planteado de partida una solución sin bisagras. La clásica bandeja que se extrae horizontalmente. Mucho antes de que hubiera teclados de ordenador. Mucho antes de que hubiera guías metálicas de Ikea. Muebles del siglo XVII ya las tienen. Y probablemente no haya nada más sencillo. Aunque tampoco considero una virtud indiscutible el minimalismo funcional.

Para bien y para mal, analizándolo, me doy cuenta de que ni lo pensé porque al margen de los objetivos básicos (conseguidos en la solución de la fotografía), se me puso entre ceja y ceja, y desde el principio, que allí tenía que haber tres bisagras doradas, ocultas, que generaran un barrido que me hace disfrutar como un niño tonto, aunque no lo pueda explicar. Que al esconder la bandeja la engancharía a la parte inferior del tablero con una cadenita y unas argollas, doradas también. Que algún amanecer de invierno, a las doce de la mañana, cuando el sol entra casi horizontal, esas pequeñas partes doradas crearían reflejos que me gustaría observar desde la cama.
Y todo el proceso junto: desenganchar la cadena, proceder al barrido, anclar la bandeja, utilizarla, desanclarla, esconderla, volver a enganchar la cadena... casi cada día... qué placer de agnóstico ritual. ¿De cuántas cosas como ésta puedo rodearme? ¿Puedo generarlas yo, con mi manos, en los muebles y cositas de mi alrededor? ¿Quedarme en esta nube para siempre?

Volviendo a la tierra, obviamente la vida es demasiado corta como para ritualizarlo todo. Y de hacerlo perdería el sentido. Pero eligiendo bien de entre los actos físicos que repetimos (diariamente, semanalmente, anualmente...) se consigue transformarlos en algo metafísico.
Y entre toda la mierda y el ritmo que nos atropella, de repente algún día de la vida, en mitad de la juventud, uno descubre que es un verdadero placer cuidar periódicamente las carpinterías de madera. Que no importa tardar treinta segundos más en desplegar la bandeja de la mesa, si el proceso es bello y artesanal. Que no quiere que le traigan el café, porque prefiere disfrutar de preparárselo uno mismo.

Y para entonces uno ya no es tan joven.

Pero en ese momento, la verdad, tampoco importa.

Todo está bien así.



sábado, 3 de marzo de 2012

De las combinaciones que absorben lo imperfecto


bar equilibradamente imperfecto en San José, Ibiza

Cada cosa a su aire. Alicatado detrás de la barra del bar, que no va de punta a punta de la pared, y que además se acaba a los tres metros de altura cuando todavía falta casi un metro para llegar al techo. Una señal de "Prohibido fumar" naranja fosforescente. Un cartel de helados (con toda su fantasía). Al lado el sensor de movimiento de la alarma. Debajo un cuadro de contenido probablemente aleatorio que toca marco con marco con una puerta que a su vez está pegada a la pared. En la barra servilleteros con propaganda, la botella de agua de Miquel, aceiteras y vinagreras... Los azulejos de la barra cortados según una diagonal que no obedece a ninguna relación con su módulo. La barra, por cierto, de una altura diferente al mostrador. El suelo manchado y desgastado. Y una papelera (con el logo de la casa de helados) en primer plano, y además de lado.

Podría parecer la descripción de un ambiente desagradable. Y sin embargo nada más lejos de la realidad. Será que el techo, el verde de la pared, la madera del mostrador, la camarera... daba gusto verlos. Pero no es sólo una cuestión de contrapeso. Hay algo más en el conjunto, algo imposible de parametrizar, que acaricia el todo con su mano, lo suaviza y lo comulga.

¿Se pueden alcanzar cotas elevadas en arquitectura proyectando con este tipo de equilibrio informal, malabarismo conceptual, despreocupándose de la vida propia que toman las cosas?

Hay combinaciones mágicas de desorden que consiguen que todo lo que llamaríamos "imperfecto" importe menos. O no importe en absoluto. Lo absorben y modifican el carácter del conjunto. Lo mejoran sin exigir nada a cambio. Convierten en positivo todo lo que a priori "no debería ser", pero que se da inevitablemente en el día a día.

Hay personas que saben hacer lo mismo.

Resulta fácil convivir con ellas. Quizá, incluso, demasiado.

¿Acaso hay que renunciar a la perfección?