Siempre podemos seguir ascendiendo o descendiendo en la escala a la que apreciamos cualquier cosa, la realidad es tan generosa que nunca se agota. Hacia arriba, hacia fuera, fractales, espirales, esferas... hacia abajo, hacia dentro, más de lo mismo, más de exactamente lo mismo. En las capas intermedias se alternan orden, caos y desorden geométrico. De ahí en gran parte el poder de la geometría: no es una invención humana, es un descubrimiento.
Viajando por Qatar me asalta la enésima referencia a Irán (ya van demasiadas como para no hacerle caso), una mezquita de estilo persa que a pesar de un entorno desfavorable me seduce inmediata e irremediablemente.
Qué me sucede con este tipo de creaciones, de composiciones, no lo sé.. Da lo mismo que se trate de la fachada de un edificio, un labrado en madera, un estampado en tela, un dibujo en papel o en la pantalla de un ordenador... el efecto es siempre un estado entre fascinación, admiración, sorpresa, emoción, hipnosis, entrega, silencio, trance... y en definitva amor. Podría pasarme horas contemplando, descubriendo detalles... y con la sensación de que éstos nunca se agotan. Es decir, de que su resolución es infinita.
Cuando algo me fascina suele ser inesperadamente, y lo primero que me suele pasar es que mi mente se desconecta, es el instante de disfrutarlo como un niño, como un perro si puede ser. Cuando recupero la capacidad de procesar mentalmente, antes o después de saturarme por exceso de placer hago un cambio de escala, y observo cómo se da el tránsito hacia otras dimensiones mayores o menores. Si el objeto de fascinación supera esta prueba, si el embrujo no se rompe, entonces sospecho que hay autenticidad, y es hora de desatar, de soltar la satisfacción inicial, para cambiar nuevamente de escala sin apego al placer anterior. En este nuevo lugar vuelvo a escrutar con mis sentidos, y antes o después de la siguiente saturación vuelvo a cambiar de escala. Cuantas más veces puedo realizar este proceso y sorprenderme positivamente, tanto más auténtico me resulta.
Me acerco a la fachada de la mezquita todo lo posible, al límite que mis ojos pueden enfocar. Cuando la vista ya no da más de sí cierro los ojos, toco la cerámica, está más fría que la madera. Estoy tan cerca que se me ocurre oler. La cerámica no huele. La madera sí, huele a sol, a tierra y a barniz. Estoy tan cerca que se me ocurre chupar la mezquita, para notar su sabor, pero lo dejo para otro día en que haya menos gente alrededor. Intuyo una interpretación de la sensualidad como pura curiosidad sensorial.
Volviendo a la visión, compruebo que no hay una sola pieza igual a otra, están pintadas a mano. Me pierdo en las sutiles diferencias entre ellas. Pienso en el artesano, imagino su taller, sus herramientas, sus manos...
Si llevara encima la lupa de geólogo, o si tuviera un microscopio en la mirada, podría incluso descender a los siguientes niveles, donde la acción humana parece no haber sido tan relevante a priori, donde sin embargo la magia y el embrujo siguen funcionando sin piedad.
Desde la escala que consigue cazar mi atención, hasta más allá de los límites donde muere mi percepción, por arriba o por abajo, en cada etapa, en cada transición, a veces el objeto no decepciona. Más bien al contrario, se reafirma cada vez más. Entonces sé que estoy ante algo admirablemente auténtico.
Sucede con todo lo verdadero, parece ser. El cambio de escala, el paso del tiempo, las variaciones que padece lo auténtico al acercarse o alejarse de ello lo reafirman. Sucede también con el amor humano.
Existieron desde siempre o empezaron algún día, pero los amores verdaderos no acaban, se transforman. Lo que acaba, en todo caso, son los emparejamientos, las identidades individuales o compartidas. Pero los amores verdaderos cambian constantemente de forma, de escala, de color, de olor, de textura... mientras dura la vida. Y cuando ésta acaba se transforman en materia disponible para conformar otras vidas, otras relaciones, otras historias, a través de un proceso de transmutación, que solemos llamar muerte. Vida y muerte, encadenadas, son puro amor. Asociar amor y vida, excluyendo la muerte, es dejar el universo a medias.
Al final, de dos amantes, podrán quedar solamente subpartículas atómicas viajando en direcciones distintas hacia confines opuestos del universo. Pero en sus caminos encontrarán otras subpartículas con las que de nuevo interaccionarán apasionadamente, y lo harán siempre fieles a las leyes del universo. Eso es el amor. Eso es la energía. Esa comunicación inefable entre la materia y el sentido.
Cabe en esta grieta decir que la resolución no atañe exclusivamente a lo material. Entran en juego, además, dimensiones paralelas, como la psicológica, la mental, la sentimental, la técnica, la histórica... que pueden solaparse en ciertos momentos, pero que no son del todo lo mismo ni pertenecen al mismo género.
Para mí algo es auténtico cuando en ello operan varias de esas dimensiones al mismo tiempo. Y en una o varias parece estar sucediendo una resolución infinita.
Mi amor por la geometría sigue creciendo sin resolverse.
Y con esta enésima referencia siento que va siendo hora, sin prisa, con suavidad, de comenzar a marchar de Qatar. La India sigue en el norte de mi corazón, siento que acabaré llegando si tengo que llegar, sabes que eso no ha cambiado. Pero ahora, según parece, la siguiente escala de resolución será Irán. A seguir resolviendo, desatando, soltando.
Sólo pido, si es que pidiera, que se mantenga
la pasión que en silencio
me permite seguir atravesando las membranas invisibles.