domingo, 13 de julio de 2014

Diario de viaje: Mánagata 15 (Día 1)

Las primeras horas en Islandia tengo que hacer malabares sentimentales. Esta isla maravillosa ha significado tantos paraísos en la historia de mi vida, pero hay tanta fragilidad por todas partes, que no puedo ni quiero evitar las lágrimas, cada vez que entro o salgo de ella. Lágrimas transversales por lo que no tuve, o no tengo, o no tendré; por lo que tuve, o tengo o tendré.

Antes de llegar a mi destino, Mánagata, paso insospechadamente 48 horas mágicas enredado con P, sin salir de su estudio. De allí me dirijo finalmente, flotando bajo la lluvia, hacia casa de Eðvarð. Y entonces comienza un viaje dentro de otro viaje, un sueño dentro de otro, sin salir de las paredes de una casa: 

Mánagata 15: Radisa durmiendo, Campo Viejo Gran Reserva, Moksha y otros catalizadores de belleza
He llegado al número 15 de Mánagata, donde vive el ser precioso y emocionante que es Eðvarð. El inmueble es muy característico de los barrios residenciales de Reykjavík. No especialmente bello por fuera, sencillo y correcto, pero ya conozco el tipo de espacialidad que promueven, y suelen ser interiores cálidos y acogedores, que van mucho más a favor de la vida que en contra. Objetivo mínimo imprescindible conseguido sobradamente.

Es también muy característica, y realmente agradable desde dentro, la ventana haciendo esquina, y las repisas donde los islandeses vuelcan muestras representativas de su imaginario, de un modo muy desenfadado. Al pasear por las calles, vistas desde fuera, las casas como escaparates compiten amablemente por sugerir pequeños mundos interiores, y lo consiguen. La iluminación artificial siempre es cálida y delicada.

A través de la ventana del primer piso veo un móvil de alambres colgado del techo, algo así como un pez con alas, y que sin duda es de Eðvarð, esa es su casa. Él asoma la cabeza tras el cristal, supongo que ha oído mis pasos, y me regala una bienvenida perfecta con su sonrisa.

Subo ocho escalones, y me recibe descalzo. Huele a lavanda. Entramos en el salón y Radisa, que está tumbada sobre la mesa, me mira pero no se inmuta. Me gusta la gente que no hace cumplidos.

Por dentro es la típica casa de alguien único e irrepetible, es decir, una casa única, irrepetible, y atípica. Pero ese carácter tan propio se revela poco a poco, sutilmente, en detalles muchas veces casi imperceptibles, que intuyo iré descubriendo por cada rincón, en las próximas semanas.

La implacable naturalidad de Eðvarð inunda el aire, con cada cosa que hace o deja de hacer. Eso consigue hacerme sentir como un habitante más, desde el momento en que cruzo el umbral de entrada.

Me pregunta si me importa que no haya televisión. Le contesto que si acaso, lo que podría haberme importado, es que hubiera habido. Las televisiones, incluso apagadas, generan un influjo, una fuerza de atracción, que minimiza o directamente aplaca muchas de las mejores cualidades humanas. Y lo peor es que lo consigue de forma inconsciente.

La imagen general del salón, la copa de un árbol tras el cristal (esos ocho escalones del acceso lo han logrado), la repisa ahora vista desde dentro soportando toda una serie de dispositivos catalizadores automáticos de belleza (por ejemplo hay un cucharón iraní tallado en madera que acuna un huevo de porcelana roto), y más madera por todas partes (carpintería, pavimento, mobiliario...), Radisa dormida sobre la mesa, un libro que espera ser destapado como una caja de Pandora y el vino paciente.

Efectivamente he ido a parar a un humilde templo agnósticamente balsámico.



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