domingo, 24 de enero de 2016

Impresiones de viaje: Doha [02]

Sobrevolamos Turquía, parte de Irak y principalmente Irán. Es de noche y apenas se pueden apreciar asentamientos humanos, muy a lo lejos. Todo está muy oscuro. Atravesamos longitudinalmente un sistema montañoso que desconozco, de cumbres nevadas que al reflejo de la luna casi llena parecen papeles arrugados, posados sobre el desierto.

Llegamos al Golfo Pérsico y la sensación de aislamiento aumenta, durante casi una hora no veo más que agua. Impresiona, tras esto, ver en medio de la nada unos rectángulos perfectos de luces blancas, amarillas, naranjas, rojas... alguna verde y azul. Más tarde sabré que se trataba de centrales de procesamiento de gas y petróleo. Desde el cielo, en medio de la noche, son preciosos circuitos de luz, emocionantes símbolos de civilización.

El Hamad International Airport, como la mayoría de aeropuertos internacionales actuales que he visitado, es genérico. Parecen todos el mismo, huelen igual, suenan igual. Y sólo parecen diferenciarse entre ellos en detalles secundarios.

En este caso, por todos lados hay imitaciones de celosías árabes, en plástico o madera a escalas desproporcionadas que no funcionan, o a escalas razonables que funcionan sólo desde lejos en vinilos pegados sobre cristales. (Entre muchas otras cosas que me fascinaron en la Alhambra de Granada, una de ellas era comprobar que las celosías, los mosaicos, las cenefas... funcionaban, vibraban, tanto de lejos como al acercarse escrupulosamente a ellos).

Volviendo al Hamad, destacable el grado de limpieza, la corrección de la iluminación artificial, su estado de mantenimiento y la cantidad de personal. Recorridos largos pero que funcionan muy bien gracias a una señalética muy precisa.

Excesiva para mí la cantidad de superficies reflectantes y supuestos acabados dorados. Si al menos fueran realmente de oro, entonces me podría sentir impresionado de verdad y podría detenerme a disfrutar los maravillosos detalles del oro real. Pero no es así. Me aburre, me empalaga e incluso me atonta tanto brillo y reflejo sin criterio.

Por lo demás, el aeropuerto es como parecen dictar los cánones contemporáneos: obligado a cruzar zonas comerciales agresivas que no necesito, a caminar bastante, esperar una larga cola en la aduana y a verme de vez en cuando en zonas fantasma que se nota que no fueron proyectadas con el conjunto. Flecos del progreso.

Salgo de la terminal y una ordenada manada de taxis espera hambrienta. La iluminación artificial de esta zona es sorprendentemente cálida, como la temperatura del aire. Todos los taxis son de color azul celeste, excepto el que me toca a mí, que es amarillo. No tardo en descubrir que esto, aunque resultará muy divertido, no ha sido ningún privilegio. El taxista no es de Doha, viene de Dubai, es paquistaní y cuando le doy la dirección a la que me dirijo por su cara entiendo que sabe tanto como yo. De camino al "City center" hay una niebla bestial, no vemos nada más allá de diez metros... tras dos o tres odiseas ("Problem... this is problem..." me dice todo el rato, saturado y agobiado) y una sensación de bucle infinito, dos horas después llegamos a la torre de treinta plantas donde voy a pasar estas semanas. Acordamos pagar a medias el sobrecoste, nos reímos los dos a carcajadas, nos damos un abrazo, "Good luck my friend".


Tras desayunar contemplando la salida del padre Sol me voy a dormir.

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