lunes, 27 de febrero de 2012

De las contaminaciones positivas


inversión intangible

Ayer me compré dos tiradores, sin que me hicieran ninguna falta. El superior me costó 530 coronas. El inferior 750.

Como si de unas profundas e intrincadas raíces al final sólo asomara un rotundo tallo blanco y cilíndrico a la superfície, el minimalismo tiene un fundamento más interesante, denso y complejo que su aspecto superficial. Pero aún así no lo soporto aplicado a lo que me rodea. Y me ha costado mucho darme cuenta de esto. Llevaba años pensando que me sentía cómodo en él, pero al final parece que no. Y pienso que se debe a la certeza interna de que la pretendida no-pronunciación formal del minimalismo me resulta pretenciosa en última instancia. Tras un largo debate interior. Decantado tal vez por alguna componente pasional.

Prefiero la contaminación positiva de significado que me inoculan ciertas formas. Como prefiero el vino al agua. O el olor de un bizcocho horneándose antes que el de "aire puro".

Pero también me preocupa que el efecto de dos o más contaminaciones positivas resulte molesto a mis sentidos, como un acorde dodecafónico.

Por eso una fórmula intermedia que me funciona es partir (como en el mueble de la foto) de una base bastante neutra para decidir cuidadosamente qué parte quiero cargar con poder de embrujo.

En este caso tenía sentido aplicarlo en los tiradores, pues son lo más característico de la cajonera, antropomórficamente hablando. Y con esto quiero decir que los cajones podrían ser iguales si en vez de dedos tuviéramos ventosas en las manos. Pero en ese caso los tiradores sobrarían y por tanto nunca los habríamos inventado. Es decir: que el tirador hace que los cajones sean un producto pensado para humanos que además de la necesidad de guardar cosas tienen dedos, como yo. Y quizá por eso el tirador sea más capaz de embelesarme de lo que pueden serlo las ruedas o el acabado de las superfícies.

Es muy interesante que el encandilamiento que me producen no vaya ligado necesariamente a la acción de tirar de ellos.

Porque son bellos en sí mismos y porque reaccionan positivamente con el mueble, su presencia, su aspecto, lo que aportan al aura del objeto en global... es capaz de fascinarme sólo con mirarlos. Me paso a veces varios minutos mirándolos, sin darme cuenta. Y ellos tan contentos. Y yo absorto. Y en parte por esto me doy cuenta de que funcionan.

Pero sobretodo no me defraudan a la hora de ejercer su pragmática función principal, cuando a través de ellos abro el cajón para coger un lápiz, y como si lo encontrara embebido en su influjo, al utilizarlo parte de la magia gotea, salpicando afortunadamente el papel. Y al volver a abrir el cajón para dejarlo parece como si en la siguiente acción que voy a llevar a cabo yo fuera el embebido. Y devengo de otra manera. Convertido en otra cosa.

Por eso he invertido 1280 coronas islandesas en magia.


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